Artículo de Claudia Rafael difundido por la agencia de noticias Pelota de Trapo, dedicado a Rodrigo Simonetti, un niño de 11 años que apareció hace unos días brutalmente asesinado en un callejón (ver noticia).
----
"Podría decirte muchas cosas más pero estoy quebrada…que también me siento entrampada en este sistema. Que frente a esto que te pasó no tenga explicaciones para darte. Que todo lo que hice fue poco. Que tengo en mi cabeza tantos otros inocentes como vos que sufren el desamor, la desidia y la desigualdad social”. (De la carta abierta de Paula, antigua maestra de Rodrigo Simonetti).

No hay coraza para tanta muerte. No hay sitio para refugiarse de esa
gigantesca crueldad entre las calles. No hay modo alguno de espantar la
desidia y la perversidad de un Estado omnipresente de los modos más
indignos. Rodrigo todavía sonríe desde esa foto. A pesar de todos hay
una foto, existe, es. Desde ahí dibuja un mohín por el que asoma una
chispa de alegría. Tenía once años y los dientes desparejos y ausentes
de la infancia. Integraba los abultados ejércitos de descarte que el
sistema va amasando pacientemente a través de los tiempos. Su grito
destemplado de cobijo y vulnerabilidad fue sordamente acallado por los
organismos del Estado que desvían peso sobre peso para suertes más
redituables al poder. Pero él en la foto sonreía. Con el escudo del Pincha para
frenar el derrumbe de la historia sobre sus propias espaldas. No pudo.
Demasiado frágil. Demasiado endeble para el peso de la pobreza eterna y
pertinaz.
Lo encontraron destrozado en un pasaje angosto de
Ringuelet, con su eterna camiseta de Estudiantes de La Plata y un buzo.
El fiscal buscará o no al culpable. Lo hallará, quizás. Lo acusará. Lo
juzgará, tal vez. A lo mejor, hasta lo condenará. O de lo contrario, la
crónica jurídica de su crimen quedará enterrada en cajones abultados por
otros tantos expedientes que contienen otros homicidios impunes. Pero
hay otros culpables que jamás son sentados en el banquillo. Que nunca
ven sus rostros expuestos ante los tribunales de los prescindibles de la
patria. Que tienen perfectamente aceitados los mecanismos estructurales
para nunca, jamás, tener que responder.
Rodrigo era uno en medio de
su batallón de hermanos. Había aprendido mansamente el oficio de estirar
la manito para pedir monedas. Cada tanto regresaba a esa casa tan
poblada de Altos de San Lorenzo, en los arrabales de La Plata. Ahí donde
el olvido reina los días de los desarrapados. A veces llegaba con
cuatro de sus hermanos a la olla popular de plaza San Martín. A pocos
metros del poder político de la provincia más poblada del país. A
segundos, nomás, del despacho de Daniel Scioli. Donde se presupuestan
bienestares ajenos a la infancia del olvido. Donde se pacta ese destino
cruento de arrojar por los despeñaderos los desechos de la producción.
Donde las calculadoras ubican el debe y el haber en el sitio exacto de
la inequidad.
“El gasto público para 2012 estará orientado a
equilibrar las políticas de bienestar, que privilegian a los sectores
más vulnerables de la sociedad”, dijo el gobernador meses atrás. Y
aseguró que “la acción conjunta y articulada de los distintos niveles de
Gobierno ayudará a minimizar los efectos colaterales” que la crisis
económica internacional pudiera generar. “Minimizar”, aseguró. ¿Hasta
qué porcentaje? ¿Dónde es aceptable detener la vara en la que se decide
que es posible convivir con la asimetría? Quizás el interrogante más
profundo sea el de saber el real significado de efectos colaterales.
Como en las históricas guerras petroleras estadounidenses, los efectos
colaterales están muy lejos del sillón de mando. Allí donde los
edificios enteros se desploman, donde los pulmones de los nadies
respiran napalm, donde las calles estallan de sangre y muerte, donde el
90 por ciento de las víctimas se llaman efectos colaterales. Se llaman
Rodrigo. Que era una muerte preanunciada en grandes titulares desde que
sus primeros berreos asomaron a la vida. Sin cohetes ni serpentinas que
aplaudiesen su llegada como la de una semilla nueva entre los
amaneceres de la tierra.
Rodrigo fue un efecto colateral. Por eso iba
tres veces por semana a un merendero. Por eso iba con sus hermanos a la
olla de la APDN en plaza San Martín. Por eso, Paula Luque, su maestra,
fue una y mil veces a buscarlo. Y no tuvo respuestas del Estado. Como no
las tuvo la APDN. Ni el resto de los Rodrigos que deambulan las calles
de los arrabales. Como no la tuvo tampoco la pequeña tucumana Mercedes
Figueroa, con sus seis años a cuestas. Aquella que derramó la bondad de
Beatriz Rojkés de Alperovich, presidenta provisional del Senado, que
cargó de culpas a una familia hundida en el abandono. Y que por estos
días dijo “al menos ahora vas a dormir tranquila, porque tu hijo no está
más en la calle” a Dora Ybáñez, madre de un chico muerto por el paco en
Tucumán. Tampoco hubo respuestas para Diego Gómez, masacrado en un
zanjón olavarriense a los 14. Sin padres ni abrigo. Con un policía
señalado por su crimen pero nunca investigado.
Unos y otros
encerrados bajo cielos oprimentes que destilan condenas. Víctimas de un
destino prefigurado hace cientos de años y perfeccionado en tiempo
presente. Expulsados a islotes perdidos de desolación y hambruna. Donde
la dignidad no entra ni tiene cabida, a los ojos de los poderosos. Donde
las penas enjugan las lágrimas en el barro del desconcierto y el
abandono. Donde el paco, el gatillo fácil, el hambre, el olvido son
piezas indispensables para el refinamiento del racismo sistémico de los
excluidos. Donde el destierro es el estigma sobre la frente. Hasta que
la muerte abre fauces y devora. Y el Estado, ahí sí, el Estado y sus
eternos jinetes del Apocalipsis ponen en marcha la maquinaria penal de
la culpabilización y la oscuridad.